8/11/2011

Relato.

Génesis





Camino ansioso. Nos sentamos en el cordón. La calle Corrientes es un desierto de asfalto. Un desierto negro, de noche cerrada y horas para gastar. El Mono y Butthead se ponen a patear un cuero de gato que encontraron por ahí. Está seco pero apesta. Mono le propina una de esas patadas suyas a lo Valderrama. El cuero se levanta e impacta en el pecho de Butthead. Me escucho reír junto a mis amigos. El único que no se ríe es Butthead. Claro, con su honor mancillado tiene que hacerse el enculado. Pero se notan sus cosquillas por dentro. Todavía es un pibe. Todavía no empezó a laburar para el dealer más dealer del barrio. Es un loco más de la barra. Un loco lindo que me abrió las puertas de este reino del revés en donde las sombras resplandecen en las esquinas, las viejas no salen a la puerta para llorarle al Universo y los cuartetazos retumban en el horizonte.
No sé si hoy nos colamos en alguno de esos cumpleaños de quince con tías dientonas haciendo el trencito en un patio con parra. No me acuerdo si con mi hermano estuvimos tocando rocanroles para la muchachada. Dos minutos. Catupecu. Divididos. Capaz que alguna de Soda. No lo sé. Lo que sí sé es que estoy ansioso.




Me siento en las vísperas de un momento trascendente, un momento que quedará entre los más intensos de mi educación sentimental. Como la primera vez que me emborraché, en la casa Sandino, ese culiado que estaba de recontravuelta, con Piña Colada y Blue Coraçao, la noche en que los trogloditas de mis amigos terminaron rompiendo azulejos a trompadas y sus manos con el filo de los azulejos. O cuando La Mona me reventó la nariz de un pelotazo en la escuelita de fútbol del Araña Amuchástegui y tuve que seguir atajando a ciegas, con los ojos saturados de lágrimas orgullosas. O como la vuelta que, de pendejo, asomado a la ventana que da al pasaje, tuve que decirle a Leyla, mi amiga rubia de enfrente, que no viniera a pegarle con el cinto a Noelia, mi amiga morocha de al lado. (¿Qué será de la vida de Leyla? ¿Y de la Noelia?) O como esa vez que contábamos historias de miedo en la casa del Negro y el perro se puso a ladrarle al espejo. O cuando tuvimos que apretujarnos contra la pared del Club Juniors porque los canas no dejaban de tirar sus balas de goma a los mismos de siempre que se mandaban por cualquier rendija para bailar en una pata con La Renga.



Será como esos momentos, digo, pero mejor. Porque el tiempo pasa, inescrupuloso, y comienzan a percibirse los cambios en la atmósfera. De a poco, la densidad terrestre de la noche va dando paso a otra energía. Una energía más etérea. La siento. Es una vibración que conozco de antes, de mucho antes. Los sonidos se limpian. Los bocinazos y las puteadas de la Agustín Garzón ya son un recuerdo lejano. Las copas de los árboles acusan la vida que contienen: infinitos piares en un rumor que crece a cada instante. Un gallo suma su canto desde los fondos de la bodega...
Entonces, el milagro se produce. Una vez más. Como todos los días en la vida de este mundo. Pero por primera estoy aquí, rodeado de ojeras y sonrisas, para ser testigo del momento preciso en que los cielos de San Vicente, los más hermosos, los cielos de mi mundo, explotan de luz.


Recuerdos hilvanados por Juan Ezequiel Rogna
para celebrar nuestro barrio de cada día.

 

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