1/17/2012

Joel Peter Witkin

Joel-Peter Witkin (nacido el 13 de septiembre de 1939 en Brooklyn, Nueva York) es un fotógrafo estadounidense. Trabajó como fotógrafo de guerra entre 1961 y 1964 en la Guerra de Vietnam. En 1967 decidió trabajar como fotógrafo freelance y se convirtió en el fotógrafo oficial de City Walls Inc.
Según el propio Witkin su particular visión y sensibilidad provienen de un episodio que presenció siendo pequeño, un accidente automovilístico en el que una niña resultó decapitada. También cita las dificultades en su familia como una influencia. Su artista favorito y gran influencia es el Giotto.
Sus fotos suelen involucrar temas y cosas tales como muerte, sexo, cadáveres (o partes de ellos) y personas marginales como enanos, transexuales, hermafroditas o gente con deformaciones físicas. Sus complejos tableauxs a menudo evocan pasajes bíblicos o pinturas famosas. Esta naturaleza transgresora de su arte ha consternado a la opinión pública en repetidas ocasiones y ha provocado que lo acusen de explotador y que haya sido marginado como artista en diversas ocasiones.
Su acercamiento al proceso físico de la fotografía es altamente intuitivo que incluye manchar o rayar el negativo y una técnica de impresión con las manos en los químicos. Esta experimentación comenzó luego de ver un ambrotipo del siglo XIX de una mujer y su amante quien había sido arrancado.

El ‘happening’ definitivo de un dandy moderno - por Luis Diego Fernandez - Perfil.com

Cuando veo a alguien mejor vestido que yo me escandalizo”, dijo Arthur Cravan. Una buena declaración de principios de un dandismo crepuscular. Pero también podríamos enmarcarla en el canon del dandismo, que conoce de los siguientes textos de la tradición divididos en tres etapas: 1) el Tratado de la vida elegante, de Honoré de Balzac en 1830, y Del dandismo y de George Brummell, de J.A. Barbey D’Aurevilly, en 1845; 2) El dandy, en El pintor de la vida moderna, de Charles Baudelaire, en 1863; 3) El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, en 1891. Tres estilos de dandismo: primero, el dandismo autocrático y aristocrático con Beau Brummell como emblema, centrado en la moda y la provocación. Luego, Baudelaire simboliza el dandismo intelectual y bohemio, ya más alejado de la moda y centrado en las vanguardias estéticas, la urbanidad de París y la invención de nuevos valores y subjetivaciones experimentales. Por último, el dandismo que podríamos llamar hedonista, y cuyo símbolo es Oscar Wilde. Wilde engloba en sí todos los otros dandismos de comienzos y mediados del siglo XIX: moda, intelectualismo, decadentismo, esteticismo, libertinismo, singularidad.

El dandy de comienzos del siglo XX ya será propiedad de una figura más compleja hasta mediatizarse y actualizarse vía Andy Warhol, exponente del neodandismo de mediados y fines del siglo XX y revitalizador de este linaje a través de la espectacularización. Quizás Arthur Cravan, en algunos aspectos, anticipa cierto warholismo. Ese signo está en el dandismo particular de Cravan que, a diferencia de su tío Wilde, no tiene pretensión aristocrática. Cravan no pule la superioridad ni la altivez en sus modos. El de Cravan es un dandismo efímero –como su propia vida–, circunstancial. Un dandismo claramente ya hijo del siglo XX.
Cravan fue sobrino de Oscar Wilde y su figura influye en su vida y su –casi inexistente– obra escrita. Cravan lo admira y lo describe: “Oscar Wilde respiraba fuerza; esta actitud estaba animada por una muy segura confianza en sí mismo, lo que no dejaba de darle un aire altanero, pero el costado íntimo de la naturaleza no lo evidenciaba menos, la parte sensual, voluptuosa, la parte de perfecta desenvoltura que más tarde la acción pondrá en juego”. Claramente, Cravan es una figura del dandismo singular –como todos los dandies. Fue poeta y boxeador, ladrón y viajero, inventor y falso marchand. Fue el único editor y redactor de la revista Maintenant, que sólo publicó cuatro números entre 1912 y 1915 y que compila testimonios y crónicas sobre Marcel Duchamp, André Breton, Francis Picabia y León Trotsky, entre otras luminarias del arte moderno y las vanguardias históricas y políticas.
Cravan fue boxeador. Combatió en Barcelona en 1916 contra Jack Johnson, el campeón mundial de los semipesados, y perdió en el sexto round. No era mal boxeador, incluso se ganó la vida varias veces como entrenador pugilístico. Es maravilloso cómo el dandy describe la izquierda y la figura de su oponente, Johnson, en el combate: “Ninguno de los dos estaba en la mejor condición física. Rápidamente me quedé sin aire. Lo que más me molestaba era su izquierda: con ella me mantenía a distancia. Sin embargo mide cinco o seis centímetros menos que yo. Es, en la estela de Poe, Whitman y Emerson, la gloria más grande de América. Si aquí hubiera una revolución, combatiría para que se lo entronizara como rey de los Estados Unidos”.
También fue un viajero infatigable. Sus viajes y vagabundeos por diferentes ciudades del mundo son enormes. Particularmente, su pasaje por Nueva York revela costados interesantes. El propio Cravan reflexiona al respecto, cuando llega a la Gran Manzana el 13 de enero de 1917: “Soñé que era lo suficientemente grande como para fundar y formar yo sólo una república”. Dice Julien Levy sobre sus paseos por el Central Park y sus recorridos diletantes: “Cravan atravesaba Nueva York a grandes zancadas, con una retahíla admiradora de pequeños sinvergüenzas siguiéndole los pasos. Se dice incluso que las apariciones y performances de Cravan escandalizan a la propia fauna del Greenwich Village”.
Cravan representa a la mítica figura del artista sin obra. Maintenant es lo único publicado de su autoría. Su vida fue su obra. Nada más, nada menos. Incluso su final puede verse como una producción artística: una estética de la desaparición. Solitario, individualista y proto-punk, Cravan desaparece en la frontera de México, en el Río Grande Norte. Su gran amor fue Mina Loy –quien había sido amante del pope del futurismo italiano, Filippo Tommaso Marinetti. Iban a encontrarse ambos en Buenos Aires. Mina llegó, Cravan jamás lo hizo. Conjeturas, varias. Marcel Duchamp dijo: “Lo conocía bien y sólo la muerte puede haber sido la causa de su desaparición”. Quizá fue su último acto estético. Un happening definitivo.

DADÁRGENTO : Federico Manuel Peralta Ramos

En una trasnochada, allá por los eufóricos años sesenta, a Federico Manuel Peralta Ramos se lo comió el personaje. Glup. Y así quedó. Con sus cientoypico de kilos, mezcla de payaso cósmico y oso de peluche, ya no se supo más dónde terminaba el hombre y dónde empezaba su creación. Entonces el gordo aristocrático, con su invariable trajecito cruzado, sus ojos azul cielo despejado y su deambular por la “manzana loca” de bar en bar proclamando la imperiosa necesidad de “vivir en arte”, se convirtió, a fuerza de lucidez, en una de las figuras paradigmáticas en la creación de un dadaísmo local.

Una suerte de Marcel Duchamp porteño, Federico hizo del gesto artístico su marca registrada. Intuitivo hasta la médula, presintió las posibilidades de un arte conceptual bien antes de que éste tomara forma, y no se cansó de señalar que el arte, tarde o temprano, se disolvería en la vida social. Ya en sus primeras pinturas, cuando aún se apegaba al objeto, el acto de protesta contra todo lo sagrado de la obra de arte estaba instaurado. En 1964 expuso en la galería Witcomb unos cuadros de enormes dimensiones, tan insospechadamente grandes que cuando llegó a la galería cayó en la cuenta de que éstos no pasaban por la puerta. Despreocupado, tomó un serrucho y los partió al medio. Después juntó los pedazos así nomás y los colgó. “Las pinturas pesadas”, como las llamó, de línea informalista, estaban hechas de gruesas capas de materia, que pronto, como manteca derretida, comenzaron a chorrear sobre el piso. Federico miraba encantado. El azar hacia su entrada.

                                                             EL PERALTA-RAMISMO

La versatilidad lo destacaba dentro de un ambiente propenso a las etiquetas: cantor, pintor, showman, pensador urbano de café (no un filósofo erudito y lejano sino alguien más pedestre, pero con una aguda intuición). Más que un artista atado a su paleta, era alguien que parecía comprender el mundo en todos sus misterios y, en una Buenos Aires de cerebros de aldea, se irguió como ciudadano espiritual del universo. Pronto, el hombre que se autodefinió, con conmovedora fragilidad pero también dejando en claro sus aspiraciones místicas, como “aquel boomerang que no quiso volver porque se encontró con Dios”, fundó la religión Gánica, que básicamente consistía en “hacer siempre lo que uno tiene ganas” y cuyos mandamientos rezaban “creer en el gran despelote universal”, “no mandar”, “no endiosar nada”, “regalar dinero”.
Pronto Federico dejó en claro que no había que esperar de él grandes pinturas de caballete y transformó su vida en una serie de acciones estéticas. Como aquella vez que, sin tener un centavo ni para el colectivo, tuvo el irrefrenable impulso de alzar la mano para comprar en un remate de la Sociedad Rural Argentina un toro reservado gran campeón, porque su idea (que le costó después una internación en un neuropsiquiátrico privado para evitarse un juicio) era exponerlo en el hall del Di Tella junto a un auto Fórmula 3, una montaña de dinero y un caballo pura sangre. O cuando utilizó todo el dinero que le otorgó la beca Guggenheim en 1968 para dar una cena en el Alvear para sus amigos. “Leonardo pintó La última cena, yo la di”, anunció. Claro que los norteamericanos, indignados por este imprevisto, le pidieron una explicación, la cual no tardó en llegar en forma de carta: “Una organización de un país que ha llegado a la Luna, que tenga la limitación de no comprender y valorizar la invención y la gran creación que ha sido la forma en que yo gasté el dinero de la beca, me sumerge en un mundo de desconcierto y asombro. Devolver los tres mil dólares que Uds. me piden sería no creer en mi actitud, por lo tanto he decidido no devolverlos. .

                                                                     AFRIKA MIA

Tracatracatracatracatacataca tracatracatracatracatacataca las pelotitas de ping-pong caían sobre el escenario de Afrika mientras, envuelto en un frac, Federico y Ricutti cantaban “Esta tarde vi llover” de Manzanero. Era ya de madrugada y un grupo selecto se había escapado de la cena en el Alvear, cansado tal vez de tanto copetudo. Sin saberlo, esa actuación ponía el moño a una etapa.

Desde entonces, Federico colgó definitivamente los pinceles y se inclinó por una obra de corte netamente conceptual. La muestra “Federico Manuel Peralta Ramos” en la galería Arte Nuevo hacia octubre de 1968 exhibía, sobre una mesita, un termo, un mate, una taza de café y un casco del corredor Andrea Viannini, junto a luces de neón y estructuras primarias. Pero nuestro hombre Moulinex seguía inquieto. Quería ampliar su audiencia. Y de la mano de Tato Bores llegó en 1969 a la televisión en el programa Siempre en domingo, donde hacía unas intervenciones surrealistas. Un antecedente del humor absurdo que luego desplegaría Cha Cha Cha, Federico interrumpía los monólogos de Tato para recitar un poema o para anunciar apocalípticamente que se aproximaba “el fin de hoy”. Y la gente no entendía nada, pero igual gustaba, porque, según sus palabras, su cuerpo emitía “una serie de ondas que producían en el público una sensación agradable”.

De ahí en más las acciones se sucedieron. En 1972 presentó en el CAYC -el palacio del conceptualismo local– la muestra “El objeto es el sujeto”. Estirado en el piso, un rollo de 10 metros, “El papelón”, como luego lo llamaría familiarmente Federico, anunciaba en tinta china “yo voy a venir de visita”. “Así, sin elementos intermediarios, me expuse a mí como objeto artístico.” Dos años después materializó el sueño de toda una sociedad al venderle a la vedette Egle Martin una réplica exacta de un buzón, lo que según palabras del autor “respondía al inconsciente colectivo del país”. En 1975 presentó en la Galería H un tacho de basura de zinc, repleto de bastidores y brea, y un año más tarde, junto a Antonio Berni, participó en la muestra “Creencias, supersticiones de siempre. Berni-Peralta Ramos”. Para esa ocasión, Federico ideó una Tumba de Tutankamón porque “al exponer la tumba destruía el maleficio”. Un cuartito forrado en papel dorado albergaba una momia que descansaba sobre un colchón. La gente le preguntaba cosas y la momia, cada dos por tres, resucitaba para contestar. En 1986 presentó, en el Centro Cultural Recoleta, “La salita del gordo”: Federico sentado en un cuartito esperaba, miraba revistas y, por sobre todo, charlaba con quien pasara.

                                                                MI PAPA ME MIMA

Mirar el mundo con ojos nuevos tuvo su costo. “Mis obras no son chistes. En otro lugar me tendrían respeto, pero acá me tildan de loquito”, se quejaba cuando ya no soportaba más la incomprensión. Las más de las veces, las críticas provenían de su propio entorno social, a quien sus verdades resultaban intolerables. Federico se definía como “psicodiferente”, “mutante”, y explicaba el rechazo de su gente: “Yo abrí una ventana para que saliera el mal olor y ellos nunca me lo perdonaron”.

                                                                DE BUEYES PERDIDOS

Cuentan que fue a raíz de una pelea por quién comía más huevos duros en la Galería del Este que Federico se enojó con su alter-ego Marta Minujin. “Voy a dejar de alimentarla metafísicamente”, anunció y nunca más le habló. Dicen que tomaba hectolitros de soda y que comía kilos de mermelada diet porque creía que “comiendo comida diet cuanto más se come más se adelgaza”. Cierta vez logró bajar 50 kilos, proeza que consideró su obra más acabada, el Adelgaz-art. Dicen también que no le gustaban ni los chicos ni los animales porque eran competencia desleal, que no se terminaba de decidir por qué era mejor, “¿si tener la vaca atada o desatada?”, y que una vez decoró la fachada de una pizzería en Olivos con dos canillas, una roja y otra azul y llamó al boliche “Pizzería la fría y la caliente”.

Federico era “un niño eternamente en la edad del por qué”, recuerda Roth. “Me llamaba tempranísimo anunciándome que ese día quería acompañarme a trabajar. Entonces yo lo pasaba a buscar y él proponía un tema para conversar. Un clásico era hablar de Dios. Al llegar al trabajo él se quedaba durmiendo en el auto hasta que yo regresaba, y entonces retomábamos donde habíamos dejado. Cierta vez, luego de dos o tres horas de hablar acaloradamente sobre Dios, Federico decretó: ‘Al final, Dios no es ningún pelotudo’.”

Un “estudioso de la noche”, el gordo iba de putas seguido, probablemente porque, como todo desclasado, se sintiera un poco menos solo en aquellos lugares donde todos los gatos eran pardos. “Un día, en Karim –cuenta Cantamessa–, Federico decidió que iba a recitar ‘La hora de los magos’ de Jorge de la Vega. A éste lo matan, pensé. Pero no. De repente, todo el lugar se calló. Karim se volvió una iglesia. Y era conmovedor verlo ahí, en ese templo pagano, como un sacerdote laico frente a su rebaño.”

Los ochenta lo pescaron nuevamente frente a las cámaras en Extra Tato, actuando en una película de Agresti –El hombre que ganó la razón– y cumpliendo 50 pirulos en el año de la asunción de Menem. Pero un día de 1992, un nada sorpresivo paro cardíaco –desde la muerte de sus padres, un año antes, Federico se mataba comiendo– se lo llevó lejos, tan lejos que después no supo cómo hacer para volver.

 POR MARIA GAINZA